Juntos y revueltos

Fecha: 13/08/11
Autor: Hector Soto
Fuente: Blog del Autor

Se equivocaría medio a medio quien creyera que el amplio frente de opinión pública que apoya al movimiento estudiantil es monolítico y homogéneo. No son todos los que están y tampoco están todos los que son. Tras las grandes banderas de la movilización, hay numerosos intereses que se cruzan, que se superponen, que se neutralizan o que simplemente se contradicen. Así las cosas, todo observador, aun sin necesidad de entrar al jabonoso terreno de las ponderaciones y de las jerarquizaciones, podría en principio reconocer motivaciones muy distintas, que no siempre por supuesto son excluyentes unas de otras.

Los distintos grupos

Los que están por la calidad. Tal vez sea la demanda más transversal del actual movimiento, al menos de la boca para afuera. Pasó el tiempo en que Chile se felicitaba por la rápida expansión de la cobertura del sistema educacional. La resaca ha puesto de manifiesto que hay problemas muy serios de calidad, sin la cual la movilidad social funciona poco. Pero en esto también abunda la letra chica. Al actual gobierno, por ejemplo, le costó un mundo sacar adelante el sistema de aseguramiento de la calidad de la educación en el Congreso, una de las tantas derivadas del conflicto de los pingüinos del 2006. Hubo fuerte oposición. Demás está decir que hay quienes tienen ideas bastante singulares sobre la calidad. Y para nadie es un misterio que a los planteles, a los gremios, a las carreras, les gusta poco medirse, acreditarse y probarse; mucho menos, competir.

Los que están por la educación pública. Es un grupo muy considerable el que reivindica la majestad del estado docente. Para ellos la gran frustración son los bajísimos estándares de la educación municipalizada, que está teniendo cada vez menor convocatoria, por lo demás. La gran demanda del movimiento estudiantil, y en general de los partidos de izquierda, es a terminar este estado de cosas y por lo mismo su exigencia es educación pública de calidad, entendiendo por pública básicamente la que ofrece directamente el Estado. ¿Significa esto que el movimiento no quiere más colegios particulares subvencionados, algunos bastante ejemplares como las Escuelas Matte o el Francisco Ramírez, por citar sólo dos casos? En principio, a estas alturas del no-debate, pareciera que no los quiere. Pero tratándose de un tema que merece ser analizado con mayor detención, y estando en juego experiencias educativas que seria una estupidez en las actuales circunstancias tirar por la borda, la duda está instalada.

Los que están por la gratuidad. La preocupación por el costo de la educación, y particularmente por el costo de la educación universitaria, el cual se ha salido de madre desacoplándose no sólo del IPC (def), sino de cualquier índice de evolución de los ingresos, no sólo está presente en la agenda de la clase media chilena. En rigor, es parte de sus pesadillas y alarmas. El dinero requerido para la formación profesional de dos o más hijos en nuestro país es inabordable para los hogares de ingresos medios. Dicho de otro modo, o renuncias a la educación superior o las deudas que los jóvenes y sus padres deben contraer para financiar esos estudios son imposibles de pagar después.

Los que están contra el lucro. Dado el esfuerzo que entraña para el común de las familias financiar la educación de sus hijos, la idea de que alguien esté haciendo negocios con la educación inspira natural rechazo. Según la encuesta CEP(def), alrededor del 80% de los chilenos está en contra del lucro. La pregunta es qué estamos entendiendo por lucro. ¿Es hacer negocios, es cobrar, es llevarse las utilidades para la casa? Quizás estar contra el lucro no es lo mismo que educación gratis. La encuesta confunde su poco las cosas cuando muestra que el 70% de los encuestados -los mismos que rechazan el lucro- prefiere para sus hijos un establecimiento particular subvencionado a uno municipalizado. Bueno, en los particulares podría haber lucro y sus utilidades no necesariamente se reinvierten. Ahí podría haber una contradicción y por lo mismo se impone una clarificación semántica. La necesidad de tenerla es mucho mayor ahora, cuando nadie levanta la voz para defender el lucro ni menos para reivindicarlo como el gran motor que tuvo la expansión de las universidades privadas. Puede ser entendible la deserción de los líderes de opinión del sector privado: efectivamente, la marejada se puso gruesa y nadie está dispuesto a atajar la ola. Pero, ¿dónde quedaron las convicciones?

Los que están contra el gobierno. Algo pesan desde luego en el movimiento. Unos creen que más, otros que menos. Está claro, sin embargo, que llega un momento en que a los opositores les sirven por decirlo así todas las micros: desde HidroAysén al Transantiago, desde los deudores habitacionales hasta los pescadores artesanales, desde la gente de Dichato hasta las minorías étnicas y sexuales. En este contingente confluyen desde simpatizantes de los partidos de la Concertación, o de grupos que están más a la izquierda, hasta gente muy independiente o que comparte sólo eventualmente alguna de las fugaces emociones que circulan por las redes sociales. A lo mejor todos están en lo mismo en un momento dado, pero no es igual el compromiso que tiene con una causa el militante de un partido opositor con el descompromiso de quien la abraza por cuestiones de pura oportunidad o circunstancia.

Los que responden a intereses corporativos. Aquí no sólo están los seguidores del Colegio de Profesores, que dice jugársela por la calidad de la educación, pero sin embargo no tiene tapujos en rechazar la evaluación de los docentes, entre otros mecanismos para alcanzarla. También pueden existir mezcladas entremedio otras motivaciones corporativas, determinadas por o asociadas a problemas específicos de los distintos municipios.

¿Muy complicado?

Por cierto que lo es. Es complicado técnicamente y también desde las perspectivas de la política. A esto es lo que tendrán que abocarse ahora las autoridades del sector, los políticos -que parecieran estar de regreso luego de haber abandonado la escena-, los dirigentes estudiantiles y los actores más directamente involucrados (municipios, rectores, universidades públicas y privadas, centros de formación, institutos profesionales, corporaciones educacionales, expertos…). Entonces, a negociar, consensuar y hacer política se ha dicho. Y a hacerlo no con aplanadora, puesto que en una sociedad cada vez más diversa lo lógico es que coexistan distintos modelos de educación, cada cual con sus pisos y cada cual con sus techos.

Aquí nadie sobra. Pero nadie, tampoco, debiera reclamar para sí la parte del león.

Fecha: 13/08/2011
Autor: Ascanio Cavallo
Fuente: Blog del Autor
Artículo: ¿Contra quién son las protestas?

Y entonces, ¿qué está pasando con las protestas públicas? ¿Qué pasa con el movimiento estudiantil, por qué no se desgasta, por qué muestra tanta creatividad? ¿Es pura intransigencia y descontrol, como dice el gobierno? ¿O es falta de respuestas reales, como dicen los estudiantes? ¿Es contra el gobierno, contra el Presidente, contra el sistema?

De la calidad de las respuestas a estas preguntas depende la posibilidad de reducir las expresiones de protesta. Y la que el gobierno ha ofrecido no es buena, aunque ha ido mejorando, siempre más lentamente que las demandas: está hoy más adelante de lo que estuvo con el ministro Joaquín Lavín, quien llegó a Educación premunido de una sonrisa optimista, la peor de las respuestas al estado de indignación que se venía incubando por varios años, acaso desde comienzos de los 2000.

En los pasados 15 días se agregó a las expresiones callejeras esa invención chilena de los años 70: el cacerolazo. Esta es la seña de identidad de la clase media, como lo demuestra sin lugar a equívocos la experiencia histórica. No es la seña de los ultras, ni del anarquismo, ni de la subversión, ni siquiera de los mismos estudiantes: es la de las familias que ganan entre 400 mil y un millón 700 mil pesos al mes, una amplísima banda que abarca cerca de dos millones de hogares y ocho millones de personas, localizada en las zonas de más alta concentración urbana. La mitad del país.

Esa clase media quisiera tener más ingresos, por supuesto, pero sabe que ello depende de condiciones que no controla -capacitación, mercado, relaciones, cultura. Soporta el estrés de la competencia, estruja su capacidad de ahorro y vive con estrecheces cotidianas. Todo eso lo aguanta. Lo que no acepta, lo que la desespera, es que sus hijos sean condenados de por vida a la inmovilidad social por la mala calidad de educación que ofrece el mismo Estado que los obliga a una escolaridad mínima de 12 años. Y que esa condena sólo se pueda evitar con los ingresos que no tiene: el octavo, suave y silencioso círculo del infierno.

La gratuidad de la educación se convierte en un fraude: cuanto más gratuita, más mala. Como mostró la encuesta CEP, una mayoría optaría, si pudiera, no por la educación municipal gratuita, sino por la particular subvencionada, y ésta es a su vez la alternativa menos mala ante la totalmente privada. Es un círculo vicioso, pero sobre todo visible, ostensible, que no se oculta ni se ignora.

¿Y esto quiere decir que esa clase media protesta contra el gobierno de Piñera? Sin duda, porque el gobierno siempre es el interpelado cuando las demandas son colectivas. Pero sería inicuo pretender que la bronca es sólo contra el gobierno, e incluso que el motivo es único. Más allá de los episodios de violencia -vistosos, pero poco relevantes por ahora-, las protestas han ido dejando cada vez más en claro que interpelan a toda la clase política, y con seguridad a todas las elites sociales. Esta semana, el ex Presidente Ricardo Lagos fue agredido por estudiantes de la Universidad de Viña del Mar. Como quiera que se tratase de un grupo muy reducido, es algo que no se habría imaginado hace sólo unos meses.

Las operaciones iniciadas en el Parlamento para abrir espacios de diálogo con el movimiento estudiantil indican que la clase política empezó a pispar esta dimensión del ánimo público. Indican, para decirlo de otra manera, que la Concertación se está dando cuenta de que no gana nada tratando de subirse a una protesta que también la rechaza, y menos todavía argumentando que no pudo hacer más cuando fue gobierno. Las mejoras de la educación van mucho más lento que las necesidades de la gente; leída de modo más técnico, la exigencia central de estos días es un cambio revolucionario en el ritmo de ese progreso.

La pregunta es si las ofertas parlamentarias, que arropan al gobierno y no lo dejan tan a la intemperie como ha estado por más de dos meses, serán suficientes para aplacar la ira de los estudiantes y de sus familias. Es posible. Pero nadie debería extrañarse si ese esfuerzo es insuficiente, ahora o el año próximo.

¿Por qué? Porque el Parlamento, junto con ser el espacio del debate republicano, se ha convertido también en el símbolo de una elite política inmovilista, empatada y de mala calidad, que resiste a la renovación y protege sus privilegios. Ya no están allí los líderes que movilizan los sueños, las cabezas del futuro, los grandes oradores que encienden la imaginación social. Están los sobrevivientes, los que pueden, los que no se piensan mover. Senadores designados, diputados impugnados, comisiones inútiles, parlamentarios entregados a la gloria televisiva, competidores por cupos asegurados, en fin: cuesta imaginar un momento de la historia reciente donde se reúnan en el Congreso más vicios de la política republicana.

Es posible que esta visión sea injusta para un Congreso donde no todos merecen el mismo sayo. Pero su credibilidad como institución, igual que la de los partidos y las coaliciones, está en el piso hace ya demasiado tiempo como para pensar que se trata de un fenómeno de coyuntura.

Tanto la protesta estudiantil como la de las familias son contra el gobierno y su inhabilidad para interpretarlas, para identificar ese movedizo equilibrio entre pacifismo y radicalidad, paciencia y hastío, resignación y furia, un balance inestable que también es patrimonio de las clases medias. Pero son del mismo modo, y quizás principalmente, contra la falta de renovación de una dirigencia política que lleva 20 años con pocos cambios de rostros y muchos menos de ideas.

Hasta el año pasado se creía que la alianza podría tener a lo menos dos gobiernos. Este año, algunos grupos de la Concertación se han embarcado en arrebatarle esa opción con el retorno de Michelle Bachelet. Pero si las elecciones fuesen ahora, no las ganarían ni la Alianza ni la Concertación, sino algún bicho raro que tuviese una sola idea nueva.

Acerca de Ocktopus

Chileno, criado en Venezuela, amante de la buena vida, del buen pasar. Inquieto en los temas que me apasionan, siempre indago, busco e intento conocer nuevas cosas. Emprendedor innato. Siempre intento canalizar mis actividades en aquellas cosas que me atraen, de allí que los espacios en la red se vinculan a el turismo, la gastronomía y mantenerse informado.

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